martes, 11 de diciembre de 2012

MONDA EN UN DIBUJO DE 1752


   Hoy traigo a colación un dibujo de Monda de 1752 que se encuentra en un libro del Archivo Histórico Provincial de Granada denominado Las Respuestas Generales del Catastro de Ensenada en Monda. En este documento se recogen los oficios y pertenencias de los mondeños de mediados del siglo XVIII, estableciéndose las propiedades, los salarios, las rentas y beneficios que generaban. La finalidad era conocer la capacidad productiva del municipio, la riqueza que era capaz de generar. En numerosos pueblos de España se realizó el mismo trabajo. El objetivo último era conocer la riqueza de nuestro país para sentar las bases del establecimiento de un sistema fiscal unitario que facilitara la recaudación de impuestos y la circulación de capitales a la maltrecha Hacienda Pública de los Borbones.

   A muchos os resultará familiar. Se trata del mismo dibujo que se empleó en la portada de un libro que realizaron con mucho cariño y mucho esfuerzo Francisco Vera López, José Villanueva Pareja y Asunción Villanueva Pareja: Monda en el recuerdo. Un magnífico libro que todos los mondeños deberíamos leer. Hay  varios en la Biblioteca Municipal.



   Además de una preciosa información económica, social, paisajística… en muchos de esos documentos catastrales se aportan dibujos de los pueblos en aquellos años. Hay que decir que el dibujante no trataba de captar con total verismo nuestro pueblo, ni tan siquiera se esforzaba por conseguir perspectivas... Parece más bien un dibujo realizado por un niño, de ahí su encanto cuasi infantil. Aún así aporta una información visual preciosa. Cualquier mondeño, a simple vista, ve representado su pueblo y eso es porque los lugares comunes de aquella época son casi los mismos de hoy día. Como podemos observar la esencia de Monda no ha cambiado demasiado desde hace más de dos siglos y medio.


   En la imagen podemos ver el castillo de la Villeta, en lo alto de su cerro, representado por una torre de sección circular rematada por merlones y almenas. No era necesario dibujar la fortaleza con sus detalles o como se encontrara en estas fechas, al dibujante le bastaba con representar una construcción de carácter castral. Este histórico lugar ha sido testigo de numerosas batallas, enfrentamientos y luchas sociales que se han sucedido a lo largo del tiempo. Pero ha sido también lugar de juego para niños y espacio para las merendolas de amigos.



   Otro de los lugares comunes lo tenemos en la plaza de nuestro pueblo, horno donde se cuece la identidad colectiva de los mondeños desde hace siglos. Es el espacio por excelencia para las celebraciones religiosas y festivas de todo tipo, espacio para juegos, lugar de encuentro y paseos tras la misa dominical… y que compartimos todos los mondeños, tanto los de antaño como los de ahora. Observamos la Iglesia de Santiago Apóstol en el mismo lugar de hoy día (anteriormente lo ocupaba una mezquita) y representada con una sola nave y un campanario de varios cuerpos rematado por una cruz. Sin duda una recreación ideal. Se puede apreciar también una casa enorme con una gran torre rematada por merlones y almenas, como los del castillo. Se trata del famoso Bombo, una de las tres torres que tenía la casa fuerte del Marqués de Villena (siglo XVI), el señor de la villa. Dos de ellas eran de sección circular y la tercera cuadrangular. Éstas se integraban en un gran edificio que ocupaba una manzana entera y que con el tiempo fue dividido en varias viviendas. De él sólo queda una mínima memoria en las viejas fotos del Bombo y en algunos antiguos documentos, en los ajados recuerdos de los más mayores y en el cimiento de una de las torres en la calle Carnecería, que se encuentra integrada en el Bar Central.





   Se puede identificar perfectamente otros espacios y barrios, como los de la Paja, el Portugal, las Erillas, la calle Valdescoba, la calle Estación, Enmedio y aledañas... Por casi todas estas calles discurre nuestro Vía Crucis de Semana Santa; en muchas se levantan los altares del Día del Señor; en todos esos barrios y calles los niños se han apropiado de esos espacios a través del juego… y hasta hace no muchos años en los tres primeros había celebraciones específicas. Eran espacios vecinales con conciencia propia, con identidad.




   Otro detalle que no pasa inadvertido a nuestros ojos es que el pueblo aparece dividido por un cauce fluvial. Se trata del arroyo de la Lucía. Éste se salvaba por dos puentes: uno al final del Portugal (izquierda) y otro en la zona de la Jaula (derecha). Esto nos está poniendo sobre la pista de que los otros dos puentes interiores que unían calle Dolores y Estación por un lado, y calle Arroyo con calle Estación a su mediación, por otro, son posteriores al dibujo. Empero los más jóvenes no recordarán ese arroyo de pillerías, travesuras e inundaciones, ya que ahora se encuentra oculto bajo una calle, un parque y un enorme aparcamiento.




   En las Erillas nos vamos a detener un momento. Se trata de una zona de expansión del pueblo en la falda de una pequeña sierra, próxima a la zona donde se encontraban las eras para ventear el cereal. De ahí su particular nombre. El núcleo originario de la población se encontraba del arroyo la Lucía hacia la plaza y el castillo. El barrio de las Erillas fue en su momento una nueva urbanización, como posteriormente lo sería la zona de calle Huertos y Corta, que no aparecen en el dibujo. Observamos en las Erillas un urbanismo menos abigarrado y más ortogonal, unas calles más ordenadas. Además aparece un edificio rematado con una cruz (boca abajo). Se trata de la Ermita de la Veracruz de la que hoy sólo queda una vieja y decrépita torre que forma parte del Molino del Médico. Esta ermita se construyó con los donativos de los vecinos del pueblo a principios del siglo XVIII. Hoy la torre, un cachito de nuestra historia, de nuestro pasado, de nuestra identidad… corre peligro de desaparecer totalmente junto con el molino, otro importante hito de nuestra memoria y de nuestro patrimonio cultural relacionado con un cultivo milenario que ha dibujado los paisajes de nuestros entornos y de nuestra memoria: el olivo.

   Cerrando el dibujo aparecen las montañas y la vegetación, representada por matas y árboles de grandes copas que pudieran tratarse de los mencionados olivos.

   A pesar de que identificamos todos esos espacios comunes, no vemos otros como las cruces (de la Sierra, de Caravaca y del Agua), el Calvario (puede que estuviera y que no se recogiera en el dibujo) y la Jaula (la fuente ya existía, no así el lavadero) o el cementerio… porque seguramente no existían en el momento de la realización del dibujo. De hecho el camposanto del Carmen no se construyó hasta el siglo XIX; la gente se enterraba en las iglesias y sus alrededores. Recordemos las obras de restauración realizadas en la nuestra, donde aparecieron numerosas sepulturas. Igualmente en las remociones de calles aledañas no es infrecuente que aparezcan restos  humanos.

   Sin embargo en la memoria de todos los mondeños del ahora, del presente, compartimos todos esos elementos en un continuo suma y sigue. Con el tiempo se van incorporando elementos nuevos que las nuevas generaciones van sumando a los viejos elementos, por lo que estamos en un proceso de creación de identidad no cerrado sino completamente vivo.

¡¡¡Somos los protagonistas de esta pequeña pero grande historia!!!!

domingo, 4 de noviembre de 2012

EL ARCA DE LA MEMORIA III. EL OFICIO DE CABRERO


  Podríamos decir que es uno de los oficios más antiguos del Mundo y, ciertamente, cuando hace miles de años el ser humano comenzó a transformar su medio ambiente en beneficio propio, en beneficio de su estómago, inventó la ganadería. Mucho más tarde llegaría la agricultura. Muchos investigadores han esgrimido que la relación que los prehistóricos grupos de cazadores-recolectores tenían con su medio físico les permitió conocer muy bien a las comunidades de herbívoros que cazaban para alimentarse. Por ello no es aventurado pensar que con el tiempo podían haber capturado piezas vivas de menor tamaño a las que criaron y fueron domesticando, formando así los primeros rebaños y naciendo los primeros ganaderos.




Pintura rupestre en Argelia que representa a un ganadero con su ganadao hacia el V-IV milenio antes de Cristo.


   La domesticación les permitió un mejor aprovechamiento de los animales. Por lo pronto no había que salir al monte a cazarlos y se podía disponer de carne fresca y pieles durante todo el año. A esos dos aprovechamientos muy tempranamente sumaron otro: el de la leche, ordeñada para ser bebida o procesada, transformada en queso.

   En nuestra tierra, incluida dentro de la Sierra de las Nieves que a su vez se inserta en la agreste cordillera Penibética, se ha dado siempre buenas condiciones para el desarrollo de la ganadería, especialmente la caprina, desde hace miles de años. Se trata de una tradición antiquísima que ha dejado su huella arqueológica indirecta en la aparición, por ejemplo, de restos de queseras prehistóricas, o sea, primitivos recipientes de barro cocido donde se elaboraba el queso. Pero también en la toponimia ha quedado huella de la vocación ganadera de nuestras sierras y las sierras colindantes, así, por ejemplo, los musulmanes ya denominaban las zonas serranas del entorno rondeño con el significativo apelativo de Gebal-al-Suf , que significa Montes de la Lana. Más pruebas de esa vinculación ancestral encontramos en nuestros paisajes de la mano de numerosos corrales abandonados y covachas aprovechadas como redil y refugio ganadero.



Quesera prehistórica de época Neolítica hallada en la Cueva de la Pileta, en la Serranía de Ronda.




Corral de cabras en el interior de Cueva Santa, en Monda.


   Pero una huella mucho más profunda conservamos en nuestra gastronomía, porque el rico y fresco queso de cabra sigue formando parte de nuestra alimentación.


   El oficio de ganadero, ya sea cabrero o pastor, ha sido uno de los más duros y sacrificados de nuestras tierras dado que ha requerido de una dedicación exclusiva a lo largo de duras jornadas de trabajo de sol a sol, con o sin lluvia y durante todos los días del año.



Fernando el "Cabrero" con su rebaño por Alpujata.


   Normalmente los cabreros solían pasar el invierno junto a sus rebaños en los valles y zonas bajas y en verano se encaminaban a las zonas altas de la Sierra u otros lugares más alejados, para aprovechar los pastos tardíos y frescos que allí se daban, llevando a cabo una trashumancia de corto recorrido. La única compaña de estos hombres, aparte de su ganado, era la de unos inteligentes perros que les ayudaban en sus tareas ganaderas. Otra de sus herramientas fundamentales era la honda, con la que se ayudaba a dirigir el ganado e incluso espantar otros animales.



Miguel Palacios con sus cabras junto al Alcazarín.

   El largo tiempo que permanecían en el campo y el recorrer numerosos parajes hacía que conocieran profundamente las sierras con sus cañadas, coladas y veredas, que han sido utilizadas desde tiempo inmemorial. Y dado el desempeño de su trabajo en pleno contacto con la naturaleza, han sido unos sabios conocedores de los efectos medicinales, terapéuticos y curativos de un gran número de plantas.

   Es frecuente ver en zonas más serranas los restos de algunos corralillos que servían para guardar el ganado. Estos rediles se construían con piedras del lugar trabadas a hueso, sin mediar argamasa alguna, y se coronaban con haces de espinosas aulagas y hérguenes para impedir que el ganado pudiera salir. La humilde choza del cabrero, cuando la había, solía estar al lado y se componía de un zócalo en piedra dibujando una forma circular o cuadrangular con una cubierta formada por ramajes. No obstante cualquier sitio podía servir de refugio al ganado y sus pastores, como las cuevas, muy abundantes en este territorio. Hoy día estas huellas de nuestro pasado reciente se encuentran abandonadas, olvidadas, devoradas por la maleza o destruidas por los agentes meteorológicos.



Corral en el Lagar de Bartolón, en Monda.


   Los principales aprovechamientos de sus animales han sido la leche, el queso, la carne y la piel. Con la leche fresca las mujeres de los cabreros (o ellos mismos, si era preciso) hacían el queso. Éste se preparaba añadiéndole a la leche un fragmento de cuajo (parte del estómago del animal) que hacía que se fuese cuajando a la vez que se iba desprendiendo el suero lácteo. La masa resultante, blanca, espesa y grumosa, era envuelta en pleitas de esparto tras lo que se colocaba sobre el entremijo, una tabla alargada con una serie de estudiadas ranuras cuidadosamente operadas en su superficie formando geométricos dibujos, cuyo objeto era que el suero lácteo residual acabara de escurrir, quedando el delicioso producto final con la imagen impresa de las estrías por las caras redondas y del esparto por todo su contorno.







Elaboración artesanal del queso por Catalina González,
heredera de una larga tradición de cabreros.

   No olvidemos también que muy ligada a la ganadería se encontraba la elaboración de miera, sustancia que se obtenía del enebro, un arbusto que se extiende por todo el Mediterráneo y forma parte de nuestros bosques. Antaño su fruto, la enebrina, fue empleada para aromatizar la ginebra, pero sus cepas recibían otro aprovechamiento: se troceaban y se cocían en un horno, de lo que resultaba la miera, un líquido que se empleaba para curar las enfermedades del ganado.



Enebro.


Dibujo en sección de un horno de miera.

   Por suerte, una vez más podemos contar de viva voz la experiencia de un cabrero mondeño de la mano de nuestro vecino José Marín Moreno, Pepe Marín, al que el Mundo vio nacer allá por los años treinta del pasado siglo. Su voz un tanto rasgada por el trasiego de los años, es el vehículo a través del cual nos regala su memoria mientras elabora con humilde habilidad una honda en la albarrada de su casa, presumiendo con orgullo de que su nieto José continúe el oficio que le enseñó su padre, Diego, y que éste aprendió del suyo. Se dice pronto, cinco generaciones de cabreros en una misma familia, más de un siglo de tradición ganadera familiar que ha pastoreado ya por tres centurias.



Pepe Marín.



José, el nieto de Pepe.


   La infancia de Pepe Marín fue muy dura por la época en que le tocó vivir, como la de muchos españoles que padecieron la Guerra Civil y su postguerra, el “Tiempo de la Jambre”. Ni siquiera tuvo oportunidad de ir al colegio: “No sé leer ni escribir porque los tres hermanos varones que habemos habido, los tres varones, nada más que (trabajando) con las cabras. No hemos ido al colegio nunca, nunca, nunca”. Desde muy niño tuvo que trabajar para contribuir a la economía familiar que se mantenía gracias a un rebaño de cabras y donde todos los miembros de la familia debían colaborar en diferentes tareas. Pepe rememora con cierta nostalgia los años duros de su juventud en unas interminables jornadas “desde por la mañana que nos íbamos a las seis o a las siete, hasta la noche a las nueve y las diez que veníamos. ¡Todo el día!”. Su familia se ganaba la vida comerciando con la leche, el queso y la carne de las cabras, pero además su madre realizaba otras tareas, como hacer seretes de palma para envasar los higos secos.



Pastando cerca de Moratán.

   Recuerda de forma prístina los cuarenta veranos o más que pasó en Teba con su ganado en busca de los rastrojos. “Yo me he tirado unos cuarenta veranos en Teba, con mi padre. Con las cabras en el verano por los rastrojos de Teba. El verano allá, como aquello era tierra de campiña la sembraban cuando llovía y nosotros, cuando llovía, para acá, para el Huerto de la Mona”. Fueron incontables las noches que hubo de pasar al raso, bajo el manto frío de la noche en ocasiones asaeteado por miles de luminosas estrellas, en ocasiones bañado por la luz de una luna argéntea… pero incluso para esos momentos siempre encontraba acomodo ya que “con una chapulinilla (azada) hacía un hoyito, cogía rastrojos y lo trillaba, lo pataleaba y ya está ¡Estaba maravilloso allí!” De esta sencilla forma José y tantos como él, se hacían una pasajera y socorrida yacija.



Los campos de Teba desde el castillo de la Estrella.


   Cuenta con alegría infantil cómo con su padre y con sus cabras tomaba el camino a Ronda, a la feria de ganado, atravesando la Sierra casi de cabo a rabo. “Cogíamos por Moratán (Monda) pom, pom, pom hasta llegar al Puerto del Alcornoque. Abajábamos para abajo a Río Verde y subíamos allí una cuestecita arriba e íbamos a parar a unas cuevas, las cuevas del Moro, que me parece a mí que le decían. Y entrábamos más arriba por el nacimiento de Río Verde, subíamos la cuesta la Laja arriba por el cortijo de las Navas. Transponíamos para atrás por el cortijo Blanco y de momento ya estaba en Ronda. Echábamos día y medio o dos días. ¡Lo que yo he andado. Lo que estos pies han andado!”.



Las cuevas del Moro, en Tolox.



Cartel de la Feria del Ganado de Ronda.

   Como todos los cabreros Pepe ha sido y es un buen artesano del esparto y nunca ha dejado de trabajarlo. En el pasado elaboraba las herramientas propias de su trabajo como las típicas alpargatas o las precisas hondas. Pero además de las fibras vegetales también ha trabajado el cuero de sus animales para elaborar sus zurrones, tarea bastante hacendosa que no ha abandonado y que ahora disfrutan sus nietas.



Pepe haciendo una honda.



Una de las alpargatas que elabora Pepe.

   Finalmente recuerda con bastante prudencia cómo el haber andado por tantas sierras y tantos campos le hacía coincidir en algunas ocasiones, allá por los años cuarenta, con estraperlistas y algunas partidas de maquis o fugitivos, llegando a conocer en persona al mismo Diairo. Estos hombres huyeron al monte durante o después de la Guerra Civil por ser contrarios a los golpistas, primero, y a la Dictadura, después, ante el miedo justificado a ser encarcelados o fusilados. Aguantaron varios años en las sierras con las vanas esperanzas de luchar contra un régimen impuesto por la fuerza intentando socavarlo de alguna manera, pero su actividad “delictiva” les fue restando apoyos y la Guardia Civil los fue cercando cada vez más gracias, en algunos casos, a delaciones. Finalmente acabaron desapareciendo de las sierras, pero los más mayores todavía los recuerdan y bajan la voz cuando mencionan sus nombres.



Manuel Granados Domínguez, el "Dios", uno de los fugitivos que
andaron por las sierras de nuestro entorno.

   Pepe cuenta que en el pasado eran muchos los cabreros de Monda y de toda la Sierra y contornos que, con el paso del tiempo, poco a poco, fueron colgando sus hondas, sus zurrones y jubilando sus andarinas alpargatas. La estabulación de la cabaña ganadera, el desarrollo de una ganadería más “industrial” y más productiva con precios con los que no se podía competir en la que el ganado se cría en granjas y se alimenta de piensos, ha hecho que los milenarios cabreros y sus rebaños fueran desapareciendo poco a poco de nuestros paisajes, quedando ya tan sólo muy pocos.



Pepe Marín con su esposa María Cerván

   A mi pregunta de cuando se jubiló de cabrero, me respondió muy sorprendido y elevando rápidamente ambas manos, que él nunca ha dejado de serlo, que lo es todavía y lo será ya que aún tiene unas cuantas cabritas a las que cuidar.



Uno de los últimos cabreros.


Hasta la próxima.

©  Diego Javier Sánchez Guerra.

martes, 4 de septiembre de 2012

SIERRA NEVADA. SENDERISMO POR EL PAISAJE GLACIAR


  A principios de agosto estuve haciendo un recorrido por uno de los lugares más bellos y biodiversos de España (y de Europa): Sierra Nevada, espacio natural catalogado como Parque Nacional, Parque Natural y Reserva de la Biosfera ya que disfruta de unos altísimos valores ecológicos y paisajísticos, una singular geomorfología de naturaleza glaciar y una especial biodiversidad cuyo resultado se refleja en un gran número de endemismos.

   Hace algunos años tuve la oportunidad de subir al Mulhacén y tenía muchas ganas de repetir la experiencia, de volver a andar por aquellas tierras inhóspitas y acogedoras, aparentemente desiertas pero tan llenas de vida, aquellos lugares de tremendos y embaucadores contrastes geológicos, climáticos y biológicos.



Sierra nevada desde el Cenete

   Así que aquel flamígero viernes de agosto por la tarde cogí el coche no sin cierta desazón por los últimos recortes del Gobierno y por un rumor que están haciendo circular por los mentideros de internet: que Rajoy va a decretar que las vacaciones dejen de ser pagadas. No iba a permitir que el escozor de estas cuestiones me fastidiara un fin de semana que se planteaba liberador, teniendo como destino un lugar donde mi móvil no iba a tener cobertura. Pero al llegar a la gasolinera para repostar, bajé del guindo de cabeza: ¡1.42 euros el litro de diesel! ¡Menuda clavada! No dejé de proferir blasfemias y juramentos hasta entrar en la provincia de Granada. Ahora que hemos llegado a septiembre, no quiero ni mirar el precio.


   Mientras subía por la carretera de las Pedrizas podía ver como todo el paisaje a mi alrededor hervía de calor, flameaba, se fundía... Las llamas entraban por las ventanas -pues tenía el aire acondicionado estropeado- deshidratándome por momentos. En esta zona las sierras son muy ásperas y pendientes, y aún así han sido tradicionalmente espacios para el cultivo. Duros espacios para el trabajo campesino, casi condenas en vida. Todavía sobreviven al abandono y al olvido almendrales y algunos olivares, decrépitos en la mayor parte de los casos y devorados por la maleza y el tiempo. Pero a medida que ascendía y me aproximaba a los dominios del Surco Intra-bético, el terreno se abría y aunque se volvía algo más indulgente el calor no remitía; empezaba a abrirse ante mí un relieve más grato con lomas suaves donde podía avistarse campos donde doraba el cereal y extensos y sedientos olivares bastante cuidados, con los olivos peinados sobre el terreno en largas e interminables alineaciones. Sobre las sierras más altas y peladas ya podía atisbarse los modernos sembradíos del siglo XXI: las plantaciones de aerogeneradores.



Campo de aerogeneradores

   El viernes hice noche en Híjar, en casa de unos amigos. Como si estuviera en mi casa. Siempre. Aquel lugar está en plena Vega de Granada y la carretera que conduce al pueblo, toda vez que se abandona Santa Fe, se encuentra bordeada de maizales y plantaciones de tabaco, entre otros cultivos. Para que cumpla sus efectos mortales y cancerígenos la hoja de esa planta debe ser secada en una instalación al uso: el secadero, y el paisaje circundante está salpicado de muchas de estas antiguas y frágiles construcciones. Son de madera y de muy humilde factura, realizadas a base de láminas separadas por dos o tres centímetros para que circule el aire y con ello seque la hoja. Recuerdan un poco a la casa del segundo cerdito del cuento de los Tres Cerditos.



Cultivo de tabaco y secadero

   Tras una noche de cervezas, pizza y cariñosos recuerdos varios, por la mañana me levanté con algo de resaca y el estómago removido. Me fui con mi colega Alberto a recoger a dos compañeros más: José Antonio Madrid, el “Madriles” y Miguel. Éramos la cuadrilla que nos dirigíamos a conquistar la Mosca, laguna que se encuentra a los pies del colosal Mulhacén, increíble y respetable Titán de Sierra Nevada. “Madriles” era el guía de lujo que tuvimos, conocedor profundo de Sierra Nevada y un amante incondicional de esas altas y sinuosas tierras. Miguel es un desenfadado gigantón con barbas y pelo largo que con su buen humor nos hizo muy llevadero el camino. Alberto, mi amigo de toda la vida, es un “pieza”…como yo.



He aquí a los artistas

 
   Tras llegar a las pistas de Sierra Nevada conducidos por el “Madriles”, completamente peladas, sin atisbo de nieve y ni un solo esquiador (ni siquiera uno despistado), tomamos un microbús que nos dejó a los pies del Veleta. Había una fortísima pendiente por donde discurría una descarnada y bacheada carretera de ascenso, que serpenteaba y serpenteaba y volvía a serpentear siguiendo peligrosamente las curvas de nivel y subiendo vertiginosamente, driblando barrancos y mortíferas laderas excesivamente pronunciadas que ahogaban el sufrido motor del transporte, haciendo que los que padecíamos de vértigo padeciéramos por momentos también del corazón. No me quedaban ganas ni de sacar la cámara de fotos; las imágenes habrían salido demasiado movidas ya que tenía las dos manos ocupadas asiendo con la fuerza de un ironman el apoyabrazos y la barra del cabecero del asiento delantero.

   Las marcas de las palmas me duraron todavía un buen rato, mientras recuperaba la circulación de la sangre en aquella zona. ¡Coño! ¡Qué estrés!



 
   Desde esta carretera observábamos lo desierto de Borreguiles, huérfano de su deslizante manto blanco, tan diferente y tan ingrato para esquiar a estas alturas del año. Como el lugar es muy elevado existen también varios aparatos para escudriñar el cielo nocturno para con el afán de dar sentido a nuestra ansia infinita de que no estamos solos, aunque la contaminación lumínica de Granada los está afectando. Se trata de un radiotelescopio de pequeñas dimensiones, casi de juguete si lo comparamos con los de otros países, y un telescopio que escondía su gran ojo de cíclope bajo una cúpula giratoria.



   Cuando bajamos, una ventolera terrible, gélida y con muy mala leche nos dio la bienvenida. A mí me pilló con mis estivales e infantiles pantaloncitos cortos. Estábamos a unos tres mil metros de altura y no se notaba la falta de oxígeno, pero el frío era tremebundo. Aceleramos el paso para entrar en calor y bordeamos el Veleta hasta llegar al refugio de la Carigüela, desde donde el paisaje glaciar empezaba a apreciarse en toda su desértica grandeza.




   Sierra Nevada forma parte de la Cordillera Bética y contiene la mayor altura de la Península Ibérica: el Mulhacén, con 3.478 metros. Debe su nombre a Mulay Hasán, uno de los caudillos que capitaneó a una de las últimas facciones nazaríes que opusieron resistencia a la invasión de los Reyes Católicos, tío también del lacrimoso Boabdil. Sin embargo Sierra Nevada era conocida por los romanos como Mons Sulayr o Monte del Sol. Se formó hace muchos millones de años y ascendió del fondo marino como consecuencia del choque de placas Africana y Euroasiática.




   Desde las altas cumbres hasta sus estribaciones se pueden diferenciar tres paisajes geológicos que se distribuyen de forma concéntrica:

1 El denominado núcleo nevado-filábride tiene una antigüedad de unos 500 millones de años y se compone, fundamentalmente, por micaesquistos (una roca de color oscuro y textura pizarrosa) y cuarcitas.

2 Bordeando este núcleo central aparece la zona alpujárride, con una banda de rocas metamórficas de unos 200 millones de años donde abundan las filitas (azuladas, violáceas, grises) conocidas comúnmente como “launas”; las calizas y dolomías. Las “launas”, junto con las pizarras, se emplean en las cubiertas planas de las casas alpujarreñas, dejándonos un singular paisaje urbano de volúmenes cúbicos.

3 La banda concéntrica externa es más reciente, tiene unos 15millones de años y se compone de materiales sedimentarios procedentes de la erosión de Sierra Nevada que se fueron depositando en las primitivas cuencas marinas que la rodeaban y que fueron elevadas con el choque de placas tectónicas. Abundan los bloques, cantos, arenas y gravas.







 
   Una de las muchas singularidades de este lugar es que posee un relieve muy, muy personal, de origen glaciar. De hecho ofrece las muestras de glaciarismo más al sur de Europa que existe.

   Pero ¿Qué es el glaciarismo? Durante períodos extremadamente fríos se produce el fenómeno de las glaciaciones: el hielo baja hasta cotas insospechadas, el tiempo se vuelve muy, muy frío, intensamente gélido. A cada período de glaciación sucede otro con un clima más cálido. Es lo que se llama período interglaciar. En ellos el hielo se funde y retrocede, concentrándose en los polos. En los últimos millones de años ha habido varios períodos glaciares con sus interglaciares, de hecho, nosotros vivimos en una época interglaciar. En el Cuaternario (2,5 m.a. hasta el presente), durante largos períodos de tiempo, el hielo cubrió gran parte de la Península Ibérica y otras regiones el mundo con varias glaciaciones, de las cuales las más importantes son Günz, Mindel, Riss y Würm

   No se sabe con total certeza qué las ha producido; algunos investigadores la atañen al movimiento de placas terrestres mientras que otros, sin embargo, señalan como responsable a los cambios en la órbita terrestre, a las oscilaciones del eje de rotación de la Tierra que haría que los rayos del Sol incidieran de forma más oblicua y no tan de lleno.



 
   La abundancia de nieve y hielo durante el glaciarismo provoca en las altas cumbres unos efectos erosivos y modeladores de los paisajes muy particulares y que podemos apreciar de forma muy clara en Sierra Nevada. El glaciar, la masa de hielo, se forma en las alturas, dejando como huella un circo o corral, como lo conocen en estos lares. El peso del hielo excava la superficie dejando una forma circular, de cubeta, donde durante las épocas que no hay hielo suele formarse una laguna de aguas muy frías. A medida que se va llenando el circo de hielo, el gélido excedente en forma de lengua va descendiendo ladera abajo, tallando lo que se denomina un valle glaciar con perfil en U y dejando unas estrías en la base, fruto del rozamiento de millones de toneladas de hielo contra la superficie. En su desplazamiento, la lengua glaciar empuja miles y miles de toneladas de material geológico a los que se denomina morrenas, que acaban formando grandes acumulaciones al final de la lengua, alrededor del circo o a los lados.







   Resumiendo breve e ilustrativamente. Es como una enorme y refrescante bola de helado de Casa Mira que se desborda del cucurucho en las manos de un niño -o de uno no tan niño-desparramándose y arrastrándolo todo a su paso. Es como un alud de hielo que se mueve a cámara super-lenta.

   El hielo, en su oficio de escultor, ha cincelado estos paisajes y aunque ya no hay masas de hielo permanentes en Sierra Nevada, si queda un antiguo relicto en el corral (circo) del Veleta; se trata de una capa de suelo o piedra de profundidad variable donde la temperatura se ha mantenido por debajo de cero durante miles de años y que alberga hielo fósil asociado a un pequeño circo glaciar que se desarrolló en la denominada Pequeña Edad del Hielo (siglos XIII-XIX). El nombre técnico es permafrost y nos ofrece una importante información científica a cerca del cambio del clima en los últimos miles de años.




   Además de los pasados efectos del glaciarismo, el hielo sigue haciendo de las suyas descomponiendo las rocas a través del denominado proceso de gelifracción: el agua se cuela entre las grietas de las piedras y cuando se hiela, aumenta su volumen actuando en forma de cuña, quebrando así las rocas. Merced a su labor de cantero, el líquido elemento nos ha dejado una superficie pétrea fragmentadísima donde las torceduras de tobillos pueden estar a la orden del día.



   A pesar del clima extremo, de la indigencia de los suelos y de que el hielo abraza con su yermo manto gélido estas sierras la mayor parte del año, existe una gran biodiversidad que reside primordialmente en una flora endémica donde la Estrella de las Nieves es la mayor protagonista. Se trata de plantas adaptada a unas condiciones climatológicas muy adversas y a una edafología muy pobre que deben de florecer y polinizar a contra-reloj. A pesar de ello, la vida se abre camino y podemos ver numerosas especies vegetales y numerosos insectos.











   Es posible ver por doquier grupos de cabras monteses. Al ser Parque Nacional, Parque Natural y Reserva de la Biosfera, la caza en este lugar es selectiva y está muy controlada. Es fácil acercarse a algunas cabras sin que éstas se espanten y sacar unas fotos fantásticas. Es más, a veces se te acercan demasiado en busca de comida.






LA EXPERIENCIA
   Tras descansar un poco en la Carigüela y disfrutar de las vistas, emprendimos el camino hacia el Mulhacén guiados por “Madriles”. Hay una pista forestal que desde Borreguiles lleva a Trevélez, pero se encuentra en desuso y es la vía central que emplean los montañeros para tomar otros senderos que les lleven a otras cumbres, a otros destinos. Es muy frecuentada por ciclo-montañistas; la subida en bici es una espectacular y disfrutona putada, una auténtica picadora de piernas, pero la bajada es una pasada.






   Cortamos un trozo de trecho por el lugar denominado “las cadenas”. Se trata de una zona donde el sendero se estrecha tanto que en uno de sus tramos hay que aferrarse a una pared sobre quince metros de vacío en cuyo fondo nos espera con querencia un colchón conformado por una aglomeración de pedrolos de tacto pizarroso y filos cortantes. Para ayudarse y no caer sobre el mullido pedregal, hay unas cadenas fijadas en la pared y paralelas al sendero que facilitan el paso a los senderistas. Para el que va la primera vez y no la conoce, puede ser una putada. La sensación de ir a lo Spiderman es indescriptible y la caída es imperdonable.






   Seguimos por la pista, aguantando al fuerte y frío Eolo hasta llegar junto al pico de los Machos, en cuya base hay un circo glaciar con su valle deslizándose ladera abajo. Desconozco a que debe su nombre, pero su cumbre con forma de glande puede darnos una idea. La sensación de vértigo es muy fuerte y la inmensidad del paisaje engulle por completo al observador. A decir verdad, la enormidad de toda Sierra Nevada atrapa y devora al viajero.






   Paramos a desayunar un poco más adelante, teniendo bajo nuestros pies uno de los enormes circos glaciares del lugar, donde se apreciaban perfectamente las cicatrices que en tiempos remotos el hielo había ocasionado al terreno con su gélida caricia. El circo, las morrenas, el valle en U y las estrías de base son muy fácilmente visibles. La laguna del circo tenía bastante agua y a su alrededor crecía un fino y esponjoso manto de hierba. Las cabras monteses comían de ella y de los restos que les iban dejando los senderistas.







   Seguimos unos metros más adelante y salimos de la pista para tomar un sendero por la cara norte de la sierra. Al carecer el lugar de vegetación, estar tan inclinado y ser tan extremo el clima, el suelo se mostraba muy suelto, lleno de piedras y una tierra muy seca por la que era fácil resbalar. Si alguno hubiéramos caído, es posible que hubiésemos llegado a Güejar Sierra. Eso sí, un poco perjudicaditos y quizás con uno o dos miembros de menos. Subimos y bajamos durante varias horas. El sol ardoroso y el ambiente flameante donde no había una triste sombra empezaban ya a afectarnos. Tras una fortísima bajada llegamos a un lugar donde había dos lagunas. Allí tuvimos que descansar un buen rato disfrutando del paisaje, de la tranquilidad y del aire puro. Los cuádriceps de nuestras piernas ya empezaban a resentirse.












   Cuando nos repusimos, emprendimos la marcha. Aunque ya quedaba menos, el último tramo se nos hizo especialmente fatigoso. Al cansancio y el calor acumulados se sumó otra repentina pendiente que nos acabó pasando factura. No había un mínimo espacio a la sombra donde refugiarnos de esa ardiente granizada de fotones. Cuando acabamos la subida pudimos observar como un tanto más abajo estaba esperándonos la Mosca, con su espejada laguna en el centro de un circo glaciar.











   Al llegar a la Mosca encontramos a algunos senderistas recogiendo sus cosas. Habían pasado la noche y el día en la zona. Junto a ellos las cabras monteses ejercían relajadamente su trabajo de reciclado de basuras orgánicas. Ni se inmutaron ante nuestra presencia. De vez en cuando algunas nos miraban sosegadamente desde sus enormes y salientes ojos vidriosos. Estuvimos escudriñando el lugar buscando un rodal de piedras donde quedarnos hasta que vinos una pequeña visera de roca bajo cuyo abrazo pétreo y pesado nos refugiamos. Ésta tenía una pequeña pared de piedra para cortar el viento. Como estaba de cara al atardecer, seguimos con los baños solares un buen rato hasta que bajo algunas piedras empezaron a crecer algunas sombras, que buscamos con olímpico ímpetu.




   A medida que charlábamos refugiados de aquel cancerígeno baño y nos abandonaba el olor a pollo asado, el día se iba escapando y el incombustible y achicharrante Helios, con sus rayos oblicuos y menos incandescentes, iba modelando nuevas formas y volúmenes, unas nuevas texturas, a la par que los colores adquirían otras tonalidades: la laguna empezaba a platear y en ella se levantaban pequeñas olas que le provocaba la caricia cariñosa del viento; un verde intenso brotaba de la hierba, el azul claro y prístino del cielo se iba sumergiendo en un dorado crepuscular al que seguía un relajante violáceo que llenaba la vista… A la llamada del frescor, las cabras empezaron a bajar en tropel para beber en la laguna; algunos machos descollaban por sus enormes astas bebiendo mansamente mientras los cabritos más pequeños, con sus menudos balidos, no se separaban de sus madres. Hombres y bestias compartían el mismo espacio.








   Regresamos a nuestro pequeño y cavernícola hogar para cenar algo y abrigarnos un poco puesto que empezaba a refrescar. Así es Sierra Nevada, una tierra de contrastes. Chacinas, queso, pan y dos botellas de tinto de verano que habíamos echado y que habíamos cargado sufridamente, fueron nuestra cena bajo la atenta vigilancia de un macho cabrío de descomunales cuernos, y que devoramos con el apetito de una cuadrilla de zombis mientras nos contábamos muchas historias: las mujeres, como no, fue el tema principal. Pero por prudencia no voy a entrar en detalles.






   Estábamos cansadísimos y tratamos de echarnos a dormir. Sierra Nevada nos tenía encantados y estrujados. El cielo ya se había vuelto oscuro y las luces de las primeras estrellas iban abriéndose paso en un firmamento puro y nítido, hendiendo la oscuridad. Mi saco de dormir, recién comprado, resultó pequeño. Fue lo que me dio la noche. Eso y el viento, que no dejó de soplar a rachas una vez tras otra arrastrando frío y tierra. Como no podía dormir miraba al cielo. Era muy fácil distinguir constelaciones como el Carro o Escorpión y estrellas como la Osa Polar así como el planeta Marte, en estas fechas cada vez más alejado de la Tierra. Pude ver algún satélite que cruzaba la bóveda celeste raudo y veloz, alguna que otra estrella fugaz… hasta que me alcanzó el sueño no sé ni a qué hora, pero debió ser tarde. Muy tarde.



   “Cuando apareció Eos, la diosa de la mañana, la de rosados dedos” como se diría en La Odisea, el horizonte, perforado por los agrestes picos neveños, empezaba a teñirse de un intenso color magenta con algunas trazas rubíes. Algunas de las pocas personas que habían pasado la noche allí empezaban a levantarse y desperezarse para continuar su camino. Y así lo hicimos nosotros. Recogimos todas las bolsas de basura, todas nuestras cosas y nos dispusimos a subir una empinada senda que nos llevaría a la laguna de la Caldera, más cerca del Mulhacén.




   El ascenso fue muy duro. Intenso. Al cansancio del día anterior le sumamos una noche a la intemperie que no nos había dejado descansar lo suficiente. No habíamos repuesto las fuerzas necesarias. Para más inri, el sol empezaba a azotar nuestras espaldas con sus lacerantes flagelos iridiscentes sin misericordia alguna. Cuando sufridamente llegamos al final de la cuesta de nuestro particular Calvario para comenzar el descenso hacia el otro lado, el viento venía con tanta fuerza que nos hacía perder el equilibrio. Tuvimos que refugiarnos tras una gran roca para tomar fuerzas. Ya quedaba menos. Sólo tres o cuatro horas de caminata.











   Llegados al refugio de la Caldera, junto a la laguna del mismo nombre, paramos a echar algunas fotos. Podíamos ver como la gente ascendía camino del Mulhacén por un sendero que más bien parecía un hilito por donde discurrían pesadamente algunas hormigas. Hace unos seis años subí también y el paisaje y la experiencia fueron espectaculares. Sólo que aquella vez bajamos andando hasta la Alpujarra, concretamente al coqueto pueblo de Trevélez, una de las pequeñas localidades más bellas que hay en Andalucía. Pero esa es otra historia.








   A partir de ahí seguimos el camino de la pista forestal, más fácil de transitar que las veredas y senderos y desde donde se atisban paisajes igualmente bellos. Para el desayuno nos guarnecimos en otro refugio que nos ofrecía unas vistas realmente espectaculares: en primer plano teníamos uno de los valles glaciares neveños con las sierras de Lújar y la Contraviesa al fondo y, como telón, el mar de Odiseo, el siempre poético azul Mediterráneo. “Madriles”, como es tan previsor y tan conocedor de esta Sierra, nos preparó para entrar en calor un cafetito y un té. Siempre que va a la montaña va bien equipado y así nos lo señala a los demás: “A la Sierra hay que venir preparado”. Con su pequeño infiernillo y su latita de aluminio, logró reconfortar los cuerpos de los ya olorosos cuatro maromos.








   El resto del camino hasta los pies del Veleta fue sencillo, aunque un tanto largo. Acortamos por el paso de “las cadenas” y esta vez sí que tuve algo de miedo. Estaba cansado y me fallaban las fuerzas; fue por eso que el vértigo que tengo se manifestaba de forma más evidente. Pero como decía un amigo mío y con toda la razón: “si tienes vértigo, vives más intensamente la experiencia”. Al llegar a la pista que nos conducía al llano donde dejamos el coche, vimos como ascendían decenas de corredores. Resulta que ese domingo había una maratón que salía de Granada y que finalizaba en ¡el Veleta! ¡Y yo machacado por andar 25 kilometritos en dos días cuando esa gente se hizo cuarenta en una mañana!

   La bajada hasta el parking fue brutal. Muy pronunciada. No seguimos por la carretera puesto que son muchos kilómetros en zig-zag, pero optamos por bajar en línea recta a través de un sendero sumamente inclinado. Menos mal que llevábamos los bastones para apoyarnos y descansar las rodillas, porque éstas ya estaban empezando a rechinar ante la falta de líquido sinovial (el 3en1 de las articulaciones, para que nos entendamos). Parecía que no íbamos a llegar nunca, pero llegamos.

   Antes de volver a Granada para regresar a nuestras casas nos tomamos unas cervezas y unas raciones con las piernas bien estiraditas, como manda la tradición después de una gran caminata. Después, cada mochuelo volvió a su olivo.



  
   Tan sólo espero volver a subir pronto.



Diego Sánchez